La prosa sencilla se ve como algo escolar, amateur, porque transmite la
sensación de que el texto no ha costado esfuerzo.
En una conversación con Fernando Aramburu en la revista El Cultural, Fernando
Savater cuenta que fue al Museo Romántico de Madrid y vio algunos manuscritos
de Bécquer. Savater admiraba la claridad y simpleza del poeta, pero vio que los
textos expuestos estaban llenos de “tachaduras, rectificaciones,
arrepentimientos, añadidos… ¡Cuánto esfuerzo le había costado llegar a la
definitiva sencillez! Y, sobre todo, cuánto le costó que el distraído lector
nunca notase olor a sudor, a gimnasio, en sus páginas.”
La prosa
sencilla se ve como algo escolar, amateur, porque transmite la sensación de que
el texto no ha costado esfuerzo. A Savater sus alumnos le decían “‘A ti se te
entiende todo’, pero con un poco de reproche. Admiraban a los que entendían
solo a medias, porque les resultaban más profundos.” Tengo un amigo que una
vez, para no escribir la expresión “vender la moto”, que suena muy simple, escribió
“saldar la motocicleta”. En vez de “convertirse”, pon mejor “tornarse”, que
queda más literario. En vez de “es”,
di “no es sino”. Mejor “antaño” (u “otrora”) que pasado.
La buena
escritura es, según esta lógica, cuanto más palabras mejor, y cuanto más cerca
de una carta de amor perfumada del siglo XIX, más respetable. Buscar el
sinónimo más enrevesado para no caer en el cliché acaba siendo aún más cliché.
A veces, como en el periodismo deportivo, parece mostrar un complejo de
inferioridad frente a otros géneros periodísticos: si decimos “cancerbero” en
vez de “portero” quizá nos tengan más respeto.
George Packer
escribe en un texto sobre George Orwell en Letras Libres que “las palabras no deberían llamar
la atención sobre sí mismas, deberían llevar al lector directamente a la
realidad.” Esto no significa que en la sencillez y en la prosa clara no pueda
haber un intento estético, o una búsqueda de la belleza. En “Por qué escribo”
Orwell afirma que uno de sus motivos es el “Entusiasmo estético”: “La
percepción de la belleza en el mundo exterior o, si se quiere, en las palabras
y en su adecuada disposición. El
placer ante el impacto de un sonido u otro, ante la firmeza de una buena
prosa, ante el ritmo de un buen relato [las cursivas son
mías].”
He escrito
pocas cartas de amor. Pessoa decía que es más ridículo no haber escrito nunca
una carta de amor que haberlo hecho. La que mejor me salió no la llegué a
enviar. Era muy lacónica, con frases muy cortas, tenía ritmo y una buena
estructura. Me basé en una columna de Félix Romeo en la que admitía que estaba
enamorado. En ese texto, escrito en San Valentín, critica que “el amor nos
sigue produciendo un tremendo pudor”. Escribe con naturalidad y palabras
sencillas de algo tan común como el amor: “Estoy enamorado, sí. Y no me
avergüenza decirlo, ni siquiera en San Valentín.” Su laconismo resulta tierno,
casi ingenuo. No envié la carta porque me dio vergüenza enviar una carta de
amor con una prosa tan fría. También me daba algo de pudor: no podía esconderme
tras palabras enrevesadas. Quizá tampoco me creía del todo lo que decía en
ella. Y me imaginaba una respuesta como “vaya, pero dime algo bonito”. Pero si
le añadía metáforas, palabras cursis o arabescos, más que una carta de amor
perfumada me parecía estar enviando una carta con olor a sudor.
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